La ciudad de los perros/1

Se acercaban las ocho de la tarde.
Pero el tiempo no era importante en aquella ciudad.
En aquella ciudad…
 … sin importar el momento, un bebe hacía feliz a una pareja y otro arruinaba la vida de una joven que no había sabido mantener las piernas cerradas. Sin importar el momento, la droga consumía más almas que los más atroces infiernos, la prostitución corrompía las carnes con la sífilis y la gonorrea y la violencia ahogaba en sangre las últimas flores de un jardín muy mal cuidado.
Eso él lo sabía, y a pesar de todo, le gustaba.

En un mundo mejor, él no habría sido necesario, ni él, ni su familia, ni su forma de pensar. Pero no había un mundo mejor.
Acarició con suavidad la superficie lisa de su mechero, sonó un chasquido, el olor del queroseno quemándose, se llevó la llama a su boca, en la que un cigarrillo descansaba, lo encendió, el humo entró en sus pulmones y calmó su sensación de ansia. No necesitaba para nada los nervios ese día. Era la hora.
Entró en el hotelucho, y antes de que la puerta se cerrara tras de sí totalmente el cigarro ya descandaba en el bordillo empapado de la calle.
La recepcionista se fijó en él. Cualquier mujer se habría fijado en él. Era un chico esbelto, atractivo, elegante, alguien que en esa zona de la ciudad desentonaba totalmente. Ella habló, él no escuchaba, pasó totalmente de largo, en dirección a la habitación en la que un hombre hoy encontraría la muerte. Ese era su trabajo, él era un asesino.
Llegó en frente de la habitación, se escuchaban leves jadeos, el puso una mueca. No le gustaría seguramente lo que se encontraría. Pero no era alguien precisamente remilgado.
Un disparo quebró la cerradura, un arma tan sofisticada que emitía menor sonido que el del casquillo al impactar contra el suelo del pasillo. La puerta se abrió, el empujo con una mano, avanzó hasta la cama. Por un momento tuvo que apartar la vista.
Las sábanas amarillentas rodeaban el rollizo cuerpo de su víctima, que se movía sobre el cuerpo de lo que él consideraba apenas una niña. No se escapó de su vista la ropa rasgada de la chiquilla, los pantalones apuradamente bajados e incluso en un impulso de ambos cuerpos, al apartarse las mudas que cubren su desnudez puede ver lo que su nariz antes se había temido, el color rojo de sangre virginal.
Extendió su mano , la pistola apuntaba a la nuca del hombre “Lorenzo Sorenti” creía recordar, aunque ese nombre no le serviría de nada en el camposanto.
Disparó, el aire se detuvo, el cuerpo dejó de jadear de placer para hacerlo de dolor, sólo un segundo, y su movimiento se paró. La niña rompió a llorar. O eso pensó él. No, simplemente sus sollozos se empezaron a oír. Su llanto ya era de antes.
Dio un par de pasos más hacía la cama. Apunto a la cabeza de la chica.
Ello no dijo nada, simplemente le miró. Eso le irritaba, no rogaba por su vida. No le miraba con odio ni desprecio. Le hizo sentirse culpable por un momento, aunque no sabía porque.
Ella le sonrió. Eso le aterro, apretó el gatillo. Acabo con el miedo. El olor de la pólvora, acababa con todo. Se dio la vuelta, abandonó el lugar. Sonrió a la recepcionista.
El humo salía de entre sus labios acompañado de un suspiro.
En aquella ciudad…
Alguien vivía, alguien moría.
Sin importar el momento.

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